martes, 18 de junio de 2013

El precio que se paga



Por separarse, por dejar al otro, por desvincularse, es alto.
Altísimo.
Siempre miré películas donde las parejas estaban con alguien que los hacía desdichado y entonces conocían a una persona, se enamoraban, dejaban a su cónyuge o lo que fuera, luego vivían felices, comían perdices y colorín colorado, este cuento ha terminado.
Pero la vida real es otra cosa. ¿O será la vejez?
No lo sé.
Yo estoy grande.
Miro mi cuerpo, mi rostro, lo que pasé, lo que sucedió y tengo plena conciencia de lo que nunca pasará. Pero sobre todo caí en la cuenta de lo que se tratan los naufragios amorosos.
Y son lo más parecido a un tsunami que le puede pasar a alguien.
Quedás devastado. Vacío. Oscuro. Triste. 
Pero lo más grave de todo es la sensación de muerte que se tramita. La ausencia de futuro, la nada...
Entonces los coqueteos, las invitaciones, las propuestas se perciben como un atrevimiento inaudito...!!! Y acá volvemos con el asunto de las películas, porque todo eso que nos mostraron es una soberana porquería.
Uno se encuentra todo roto. Desganado. Ajado. Perdido.
Sin embargo está vivo.
Y eso es todo lo que se necesita.
Vivir.
Dejar correr el tiempo.
Porque entonces, magicamente, todo se limpia, todo se olvida y aquello que nos atravesó como una daga, esas heridas, se curan, duelen menos hasta que un día cualquiera, uno como este, brindamos por alguna cosita nimia y es en ese momento en que sabemos secretamente que los amores también pasan y aunque se llevan un pedazo de nosotros, nos deja un montón más para gozar la vida como sea.
De las relaciones se sale, saliendo...
Brindo por mi y por cada uno de ustedes que ha mordido del fruto del desengaño y que sin embargo cree que las brevas nos aguardan.


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